domingo, 14 de diciembre de 2008

LAS TRES GRANDES Y FAMOSAS PERFUMERIAS IDISHES DEL ONCE

No soy muy amigo de copiar artículos que circulan por Internet y menos cuando no aparece su autor pero en este caso el relato que me ha enviado mi viejo amigo Norberto Kleiman merece ser colgado en esta página que a poco de rastrear su origen lo encontré en http://elcuerpodecristo.com/article/72 . Más de un paisano de la colectividad recordará seguramente el barrio del once por los años cuarenta y quien no, estos tres grandes clásicos del Kosher tan bien descriptos por Jorge Schussheim.


No sé que edad tendrán Uds., pero cuando yo era chico, allá por los años 40 (1940, no 1840) y entre judíos, alguien decía "NEMIROWSKY, BRUSELOWSKY, SZMEDRA", entre judíos se comprendía instantáneamente que se estaba hablando de la esquina de Pasteur y Corrientes, o que uno pensaba ir a Junin entre Lavalle y Corrientes, o que se acababa de regresar desde Uriburu entre Lavalle y Tucumán, direcciones donde funcionaban las tres grandes y famosas perfumerías ídishes: Según una señora descendiente de los propietarios de almacén de Corrientes y Pasteur, cuyo apellido era Nemirowsky, yo no debería referirme a este almacén como Nemirowsky, sino como Corrientes y Pasteur, ya que en realidad el Nemirowsky que atendía el almacén no era el verdadero Nemirowsky, y a ella ese detalle la ha afectado enormemente. (Esta es otra muestra del indomable espíritu que alienta a los judíos). Con respecto a esta denominación, les aviso que si alguien les dice que no eran las tres más grandes y famosas perfumerías ídishes del Once, sino clásicos almacenes para la colectividad judía, por favor, no le crean.Almacenes podían parecer si se los veía desde afuera.¡Porque lo que era cuando uno entraba...!Los primeros aromas concentrados, dependiendo de si se ingresaba Nemirowsky, a Bruselowsky, o a Szmedra - eran también en ese orden - el de los úlikes y schmaltz, herings, el de los pepinos agridulces y el del leberwurscht recién hecho. Inmediatamente seguían el del kimmel broit Goldstein, el de la lisa ahumada y el del pastrom caliente.En las tres perfumerías, también se olía ácida y maravillosamente a chucrut guardado en barriles de madera, a queso blanco con cebollitas de verdeo o con páprika, a smétene fresca, a jugoso salchichón de pato (nunca supe porqué se llamaba de pato, ya que , por supuesto, descarto cualquier posibilidad de que se elaborara con pato. Quizás aludía a la condición del cliente), a las terroríficas cantidades de ajo de los wurschtn que colgaban del techo; a miel y a léicaj y a Knishes y a béigalaj y a matze y hasta en ocasiones, uno creía percibir lejanísimos aromas encerrados en frascos de legítimo caviar ruso, o en latitas redondas de sprätn ahumadas del Báltico.¡Ay, esas perfumerías de mi infancia!¿Y los perfumeros, o sea, los dueños?Primero, Nemirowsky, o sea el señor Pasteur y Corrientes. Nemirowsky - Pasteur y Corrientes era como el Valenti de aquella época: La gente hacía horas de cola para comprar exquisiteces.Ver trabajar a Nemirowsky era tan fascinante como ver trabajar a un encantador de serpientes. Cuando mi bobe le pedía un arenque, él, con un delantal lleno de, manchas y las mangas de la camisa abotonadas alrededor de la muñeca, metía la mano, el brazo y, por>supuesto, la manga de la camisa en las profundidades de la salmuera espesa, pescaba a un arenque y se lo mostraba esperando su aprobación.Supongo que no hace falta comentar que el aroma que despedía el famoso perfumero no era precisamente parisino.Nemirowsky siempre tenía dos barriles de arenques. Uno con arenques comunes de un peso. El otro ¡oy, vey, el otro!, con gordos, grasosos y sublimes úlikes de dos pesos.Súbitamente, un sábado por la mañana y sin que nadie hubiera preanunciado nada , apareció un tercer barril con una pizarrita negra en la que había escrita una frase irresistible: "Arenques muy especiale, $3c/u. Sólo dos por persona".¡¿¡Tres pesos por un solo arenque!?!Mi bobe Esther y yo llegamos en pleno caos. Los clientes patinaban entre charcos de salmuera, batallaban por llevarse dos arenques reglamentarios y -ostentando una mueca glotona en sus caras- huían apretándolos contra sus pechos para devorarlos en la soledad de sus casas(este párrafo es puro schmaltz).Mi abuela, al ver esto, le dice a monsieur le perfumiste:Deme un arenque de tres pesos para probar señor Nemirowsky, y el tipo, que sabía muy bien quien era quien en ese universo llamado Once, va y le contesta: -Esos arenques son para negocio puro, no para Ud. Frau Schusshein.-¿No para mí? ¿Y se puede saber por qué?Porque esos arenques son para negocio puro, repite el vendedor de arenques.-¿Y que quiere decir negocio puro?Nemirowsky mira nervioso hacia todos lados, baja la voz y confiesa:-Porque en ese barril pongo los arenques que se están poniendo feos en los otros barriles, frau Schusshein.Después estaba Bruselowsky.Bruselowsky era el lugar más caro y, por lo tanto, el más fino.Un gran mostrador de maderaen forma de U cercaba a Bruselowsky , a Victor- su empleado de confianza -, a la señora Bruselowsky y a tres enormes estanterías, repletas hasta el techo de latas, frascos, bolsas, paquetes, pomos y paquetitos.Allí se podían comprar arenques y pan Goldstein como en lo de Nemirowsky y un pastrom que se deshacía de tan tierno, pero también, y principalmente, especias y productos de todo el mundo.Había jalvá griego, vodka polaca, bacalao noruego, slivovitz checa, guindado uruguayo, anchoas portuguesas, sardinas dinamarquesas, y hasta iguerkes y matze bien criollos.Pero el producto más exótico que había en lo de Bruselowsky no era comestible, sino morocho, Victor.Victor tenía la piel cetrina y el pelo negro engominado y peinado hacia atrás, lo que le daba aspecto de ¿rumano?, ¿húngaro?,Turco, efcher? Su aspecto sufrido lo hacía parecer un hombre con pasado tormentoso.A pesar de esa fisonomía curiosa en un judío, Victor atendía a todo el mundo en un castellano tan perfecto que hasta tenía un pequeño dejo provinciano; un castellano que solo abandonaba cuando tenía que sumar. Entonces farfullaba muy rápido en ídish finef un dratzig, ain un zvonzig, zibn un fiftzig....-Son dieciocho sesenta. Por favor, pague en la caja.Muchos años después de haberlo conocido y con el típico desprejuicio adolescente, después de una compra y su correspondiente suma en idish, me animé y le preguinté de golpe:Disculpe,Victor, pero Ud., ¿En que parte del mundo nació?- Me miró como sorprendido y me contestó con la misma naturalidad con que farfullaba el idish que le venía escuchando al viejo Bruselowsky desde hacía no sé cuantos años:- ¿Io? Pues en Lules, en Tucumán...¿Ahora entienden lo de la fisonomía?Y finalmente, Szmedra. Pero no Szmedra de Junin, sino el legítimo y original Szmedra de Uriburu.Para mí, Szmedra equivalía a domingo. Los domingos de invierno íbamos a lo de los gringos, que eran mis falsos tíos Max y Guitcha, Oleg y Lanka y Múndek. Amigos de papá desde la infancia y sobrevivientes del ghetto, vivían en la esquina se de Terrero y Galicia, y en el comedor- patio cerrado - living -cocina - de esa casita, los domingos por la tarde se hacía té-cena.A las cinco en punto de la tarde de los domingos, en vez de llorar por Ignacio Sanchez Mejía, mi padre y yo entrábamos en el ruedo de Szmedra. A la izquierda, tres mesitas de hierro fundido con tapas de mármol blanco. A la derecha , un largo mostrador también de mármol blanco. Mientras la clientela bramaba de impaciencia , la señora Szmedra anunciaba la salida del leberwurst caliente a la plaza . En ese momento hacía su entrada el mismísimo Szmedra con una olla del tamaño de una vaca y empezaba asacar de adentro unos leberwurschtn largos, deformes y humeantes; cortaba sin vacilar uno al medio con un corte en diagonal que hacía que el leber se rindiera instantanemente a y me ofrecía una rodaja, con el mismo gesto con el que el torero brinda una montera.Ese leberwuscht caliente y apenas amargo era una de las delicias más grandes del mundo. Ni siquiera los manojos de salchichas debrecziner, ahumadas y picantes, ni las fetas del pastrom jugoso y recién horneado que mi papá también compraba se le podían comparar.Esas heladas tardes en lo de los gringos, con un samovar de bronce lleno de agua hirviendo en el centro de la mesa y la esencia del té en su pavita arriba y, rodeando al samovar, platos y platos de esos maravillosos fiambres; paneras llenas de rodajas de kimmel broit fresco y tibio y de aquellos plétzalaj duritos con cebolla y semillitas de amapola; fuentes con pepinos agridulces, rabanitos en rodajas con queso blanco y crema, pescado ahumado, spratn y artenques con cebolla; torta de queso, dulces caseros y leicaj recién sacado del horno; esos domingos representaban para los mayores el ritual de los viejos amigos del schtetl, el kumzits ancestral.Pero para mí, eran el momento en que se sacrificaban y santificaban las promesas cumplidas de los Tres Grandes y Famosas Perfumerías Idishes del Once.
Jorge Schussheim

jueves, 16 de octubre de 2008

JUGAR A LAS FIGURITAS











Cuando uno recuerda de que manera pasábamos la tarde después del cole, entre la taza de Toddy, el pan francés untado con mateca y azucar, los deberes y la vereda para jugar, tiene la sensación de haber vivido en otro planeta.
A esta generación digitalizada tecnológicamente se opone aquella otra ingenua y artesanal como sus propios juegos porque el balero, las bolitas, el yo-yo, el rango y mida, la pelota y las figuritas, se curtían en la vereda del barrio y no sentados en compartimientos estancos de un ciber.
Durante el año había temporadas para cada juego así que por momentos predominaba el balero con su bocha adornada de abundantes tachuelas, las bolitas que rodaban hacia el pequeño hoyo en la tierra que con un soplido lo limpiábamos y pasábamos la palma de la mano a su alrededor para quitar cualquier basurita como si se tratara de una cancha de bochas o las figuritas de cartón con los rostros de artistas, jugadores de futbol y los campeones del automovilismo.



El único juego que no tenía temporadas era el de la pelota. Cualquier ocasión era buena para armar un equipo, formar montículos con ladrillos, latas o lo que tuviéramos a mano para marcar la boca del arco y disponernos a jugar un picado en el potrero.



Todo era más ecológico como diríamos hoy incluyendo una pared, aquel trozo de muro preferentemente de revocado fino que hiciera un ángulo limpio con la vereda para poder jugar a las figuritas que venían de a cinco en pequeños sobres de papel y aparte el album para coleccionarlas. Las hubo troqueladas en forma circular, oval y rectangular pero algunos recordarán las de metal también conocidas como “chapitas”.
El premio para quien lograra llenar el álbum era casi siempre una bicicleta o un par de patines pero para mantener un ritmo de venta el fabricante omitía incluir a determinados jugadores en la colección o lo hacía cada tanto de manera que en el afán de conseguir “las dificiles”, aquellas que permitieran completar el album, nos obligaba a comprar más o conseguirlas jugando.
Había un placer casi sensual al manipular la pila de figuritas para contarlas y saber cuanto era nuestro capital, haciéndolas deslizar con el pulgar de una mano a la palma de la otra destacándose claramente las nuevas de las gastadas por el constante ajetreo de un jugador a otro.
Y el desafío era como jugar al poker, teníamos la esperanza de ganar más figuritas arriesgando muchas veces las pocas que poseíamos y con el agregado de hacernos con aquellas difíciles que al final nuestro contrincante tenía que largar sin más remedio ante su mala suerte.
La "tapadita"” era una manera de jugar pero por lo general había que tener más figuritas que jugando al "revoleo". El primero era un juego simple, solo había que apoyar la figurita contra la pared a un metro del suelo, soltarla y a medida que el piso se llenaba con ellas había más posibilidad que una cayera sobre otra tapándola parcial o totalmente, condición para ganar la partida y llevarse todas. La caida dependía muchas veces de alguna tenue brisa que cruzaba la zona de juego con lo cual el jugador tomaba sus precauciones para desplazar el punto de lanzamiento más a la derecha o la izquierda intentando una tapadita certera.
La otra modalidad de juego consistía en ponerse a una distancia de la pared acordada entre los jugadores que podían ser más de dos a diferencia de la "tapadita" y cada uno a su turno lanzaba su figurita. El que conseguía arrimarla más cerca de la pared tenía la prioridad de recogelas y revolearlas hacia arriba y al caer, las que quedaban con la imagen hacia arriba (cara), pasaban a ser de su propiedad y las que quedaban hacia abajo (seca) eran recogidas por el siguiente jugador que hacía lo mismo. El turno para revolearlas dependía del orden con que se habían aproximado las figuritas a la pared. Pero si alguno de los jugadores al iniciar la partida hacía un "espejito", es decir, conseguir que la figurita quedara parada sobre la vereda y apoyada contra la pared, tenía la prioridad de revolearlas.
Maneras simples, ingenuas y emocionantes de pasar la tarde sin joystick ni gamepad.

miércoles, 6 de febrero de 2008

AQUELLAS VIEJAS "PIOJERAS"


Por Julio di Risio



Una tarde de 1947, viviendo yo con una tía en el barrio de Almagro y aprovechando el solcito de abril, me fui a caminar por la Avenida Rivadavia hacia un cine que quedaba cerca de Plaza Once, el ya viejo entonces cine Armonía, una de las tantas “piojeras” como le llamaban a esas salitas viejas, sucias, rotas, con olor a humedad, a pis y con una pantalla que ya no era blanca y encima estaba perforada a piedrazos.
Por supuesto, mi tía me tenía prohibido ir a esos cines (era una salida clandestina) pero la entrada costaba muy poco y daban hasta cuatro películas en un mismo programa. De más esta decir que he frecuentado bastante este tipo de sala, o sea que debo haber visto más de 100 películas en ese emocionante «estado de clandestinidad».
Esa tarde de Semana Santa la película no era ninguna sorpresa, ya que se trataba de “La Pasión”, como solíamos llamar a la versión cinematográfica de «Vida Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo», que se pasaba todos los años para esa misma fecha. Era una vieja versión muda y con íntertítulos[1] a la que habían musicalizado con temas Sacros desde el principio hasta el final. Un tiempo más tarde me enteré que era una versión realizada por Ferdinand Zecca en la década del 10 y que había otra del mismo director y de la misma época que figuraba en un amarillento afiche del hall del cine »Las víctimas del alcoholismo», pero que a mi no me dejaban entrar por ser menor de edad.
El público que había esa tarde en el Armonía no era ni más culto ni más serio que el de costumbre, por lo tanto al ver los movimientos acelerados de Jesús llevando la Cruz, que se debían a su primitiva filmación a 16 cuadros por segundo[2], el público, si se le podía llamar así, se mataba de risa.
Pero esa tarde sucedió algo que marcó un cambio importante en mi, la sombra de un pájaro que revoloteaba irreverente sobre las imágenes del Via Crusis me llevó la mirada hacia la luz de la proyección y descubrir al pobre animalito que los muchachones de la pullman habían soltado en la sala y que se enloquecía buscando una salida entre la luz y las sombras. El pajarito logro escapar pero yo me quedé como hipnotizado mirando ese cono de luz que cambiaba de densidad y que se achicaba hacia el fondo de la sala, hasta convertirse en un punto dentro de una pequeña ventanita. Allí había algo desconocido, mágico, que me atrapaba tanto o más que las imágenes en la pantalla.
Hubo un tiempo en que no podía concentrarme en el argumento de las películas, me distraía esa luz en movimiento que brotaba de aquella ventanita misteriosa, allá arriba en la oscuridad, al final de la sala.

1 - Títulos de transición que se utilizaban en el cine mudo para mantener la continuidad (sintetizada) de los diálogos. La continuidad temporal: «unos meses después», también estaba cubierta con intertítulos.

2 En los primitivos films mudos la cadencia normal era de 16 cuadros por segundo. Con la llegada del sonido, hubo que modificar la velocidad a 24 cuadros por segundo, esta cadencia reproduce en forma normal la voz humana. Si se proyecta un film rodado a 16 c x s en un proyector sonoro (24 c x s), las imágenes se verán aceleradas. En consecuencia, la cadencia normal se obtiene únicamente proyectando la película a la misma velocidad con que fue filmada.


domingo, 3 de febrero de 2008

HISTORIAS COTIDIANAS

LO QUE EL TIEMPO SE LLEVÓ pretende ser un verdadero ejercicio para la memoria y extraer de ella, la mayor cantidad de recuerdos posibles para sumarlos a la historia de nuestro país que no solamente la integran los próceres, figuras prominentes y acontecimientos importantes sino también, los hechos cotidianos que le dan soporte a nuestra idiosincrasia.De manera que no habrá limitaciones de ningún tipo, todo cabe en este lugar, desde un programa de radio, pasando por marcas de cigarrillos hasta el recuerdo de un anuncio publicitario. A medida que vayan llegando esos recuerdos, los iré organizando por rubro

EL DÍA QUE CONOCÍ A EISENSTEIN

Por Julio di Risio


«El cine formalista se dirige solamente a la emoción, mientras que el montaje intelectual da paso al proceso del pensamiento»
Sergei Eisenstein


Montevideo, verano del 54

Era una tarde muy calurosa y la lluvia se estaba acercando, se podía oler. Faltaban una o dos cuadras para llegar a la sala del SODRE. No quería dejar de pasar por allí antes de regresar a Buenos Aires. El cielo se oscureció y comenzaron a caer unas gruesas gotas. Unos segundos después, mientras una lluvia torrencial caía sobre las escalinatas, a resguardo miraba las carteleras : un ciclo de una semana conmemoraba la muerte de S. M. Eisenstein, de quien, hasta ese momento, sólo había oído hablar. Inmejorable ocasión.

Un presentador leía en el escenario una semblanza del realizador: «En la madrugada del 11 de febrero de 1948, escribiendo en su despacho un trabajo sobre el cine en color, S. M. Einsenstein muere sin haber visto estrenada la segunda parte de “Ivan”, prohibida por Stalin». Hacia el final, una introducción a «El Acorazado Potemkin» abría el ciclo.

El pesado cortinado se descorrió con el desagradable chirrido de la falta de grasa. Unos enormes títulos en ruso, grabados con gruesos caracteres, anunciaban, según el presentador que traducía desde un costado del escenario: «Un filme de S. M. Eisenstein, “El Acorazado Potemkin”». Trataré de abstraerme de todas las veces que vi esta película, algunas por placer, otras analizando su montaje, dejándome llevar por ese raro estremecimiento que me produjeron aquellas imágenes grises y mudas, hace ya muchos años.

El ruido lejano del proyector y el caer de la lluvia sobre el techo de zinc de la sala eran los únicos sonidos que acompañaban a aquellos marineros enfurecidos que se negaban a comer la sopa agusanada. Un oficial gesticulaba algo aparentemente grave. Un cartel y los sonidos del proyector y de la lluvia son cortados por el comentarista: «Tapen a los rebeldes con una lona y fusílenlos». Los compañeros se rehusan a disparar. Otro cartel : «¡Hermanos !». Los soldados giran sus fusiles y disparan sobre la oficialidad. En la cruenta batalla que se desarrolla en cubierta cae muerto el líder de la rebelión.

Los sonidos de la lluvia y del proyector que habían desaparecido por la intensidad de la acción, regresan con un título: «Odesa».

Es el puerto de Odesa. El pueblo junto a la tripulación del Potemkin, llora la muerte del líder. Se alzan voces y puños en alto avanzan hacia la gran escalinata. El comentarista traduce: «Los soldados disparan sobre el pueblo indefenso». Una madre con el hijo herido en sus brazos sube hacia ellos pidiendo: «No disparen, mi hijo esta herido. No disparen». Los soldados de frente siguen bajando y disparando sobre la mujer y el niño que quedan tendidos sobre la escalinata. Un cochecito de bebé se precipita velozmente por la escalinata. Más disparos, gente que corre, que rueda, que cae. La lluvia ha cesado mientras se escucha muy claramente la voz del comentarista: «La noche de espera».

Ahora sólo el intermitente sonido lejano del proyector acompaña las escenas de la tripulación expectante. La imagen cierra lentamente a negro. Es de mañana y asistimos al encuentro de un barco de la escuadra con el acorazado : planos de cañones que se alistan a disparar, marineros que suben corriendo por las escaleras de hierro, momentos de gran actividad en la sala de máquinas. El comentarista, con el ruido de ordenar y guardar sus papeles para irse, afloja la tensión en las risitas nerviosas que suscita. Concluye con un último cartel: «¡Hermanos !». En esta última escena la escuadra se niega a disparar. Hay abrazos de alegría y llantos de emoción. Aparece la palabra «Konek», y el ruidoso cortinado se cierra sobre el monumental filme.

Me quedé un rato sentado, mirando hacia donde había ocurrido todo eso. Ya en el hall, miré detenidamente cada foto del filme. Pensé en llevarme una, pero no me atreví. Quería guardar, conservar un momento, sin sospechar que cada uno de ellos me acompañaría toda la vida.

viernes, 25 de enero de 2008

LA MATINÉ DE LOS MIÉRCOLES









Durante muchos años viví en Wilde, en el sur del conurbano bonaerense. Entre los finales de los cuarenta y principio de los cincuenta, no me perdí una sola función matinée del cine Wilde donde los miércoles y en forma continuada, daban dos episodios de una serie de misterio o ciencia ficción que se completaba con dibujos animados, algún documental y noticieros como el español NO DO, Emelco y el Movitone norteamericano.
La mayoría de estas series habían sido filmadas al final de los años 30 y alguna en los 40. El personaje de la Sombra en la película La Sombra del terror por ejemplo, tenía como enemigo al Tigre Negro, un maldito que hasta el último capítulo nos mantuvo en vilo para saber quien era y que solo conocíamos por su silueta iluminada por una luz cenital y su voz, salía de la cabeza de un tigre. La Sombra, que vestía sombrero de ala baja y capa negra, dejando ver solamente sus ojos, se identificaba frente a su enemigo con una risa profunda (como en las películas de terror) al tiempo que decía con voz grave: “I am the Shadow”. Era el momento que todos esperábamos porque se agarraba a piñas con los secuaces del Tigre Negro y como todos estos personajes, siempre salía ileso, ni siquiera perdía el sombrero. Sobre el final de cada episodio cuando el muchachito o la muchachita estaban a punto de morir a causa de un derrumbe, explosión, incendio o quedaban sepultados por un alud de piedras, al miércoles siguiente, los protagonistas salían airosos, sacudiéndose el polvo de su ropa y volvían nuevamente a la acción. Sabíamos que no podían morir porque los héroes nunca mueren. La incógnita era saber como diablos se las iban a arreglar para escapar de esas situaciones.
¡Como disfrutábamos de aquellas películas! Eran simples, sin efectos especiales, con aceleraciones de cámara cuando había persecuciones con automóviles o en las escenas de tortazos, nada de la parafernalia tecnológica de hoy.
Nos identificábamos tanto con el protagonista que llegábamos a imitarlos, adoptando posturas, gestos y fonética casera en inglés, como camón boys, teiquidisi, amzorri mister...

El Imperio fantasma, otro clásico, donde el muchachito era Gene Autry, un comboy cantor y buen jinete, que se había metido en un berenjenal con unos tipos que habitaban el fondo de la tierra y para salir a la superficie, tenían que emplear máscaras para poder respirar. Curiosamente, los caballos no tenían necesidad de ellas.

Y las aventuras de Dick Tracy, un detective de cara angulosa del cual Fontanarrosa tuvo que haberse inspirado para hacer Boogy el Aceitoso, que comba-tía a los delincuentes a tiros, trompadas limpias, nada de Kun Fu ni artes marciales y se comunicaba con los coches policiales con su radio - reloj pulsera. Popularizados todos estos personajes a través de las revistas de historietas, uno a uno fueron saltando a la pantalla cinematográfica para deleite de los pibes y cada miércoles, después del último episodio, cuando quedaba develado el misterio, esperábamos ansiosos, conocer a nuestro próximo héroe.

miércoles, 2 de enero de 2008

VENIMOS DE OTROS TIEMPOS

Entre las pocas amistades que poseo, tengo el honor de conocer a una artesana uruguaya de espíritu sensible a toda manifestación humana, la cual me envió una crónica de un autor desconocido que sintetiza el espíritu de este blog. Dina Acosta, que así se llama mi amiga, encabezó su correo con estas palabras:

PARA LOS NOSTÁLGICOS, PARA LOS QUE VALORAN LAS PEQUEÑAS COSAS, PARA LOS QUE NO QUIEREN APARTARSE DE LO QUE FUE PARTE DE SU VIDA...

Antes de transcribirme la crónica, Dina agregó este cometario: Lamentablemente no tengo el nombre del autor de ésta nota, pero me hubiera gustado mucho felicitarlo, porque con algunas diferencias, me siento reflejado.
Si no entendés nada o te aburre lo escrito abajo, es que sos muy joven, entonces, hacele feliz el día a tus viejos y dale a leer este magnífico artículo.
NOTA: Hoy 30 de abril de 2009 Dina me confirma que el autor de la nota es nada menos que EDUARDO GALEANO .


VENIMOS DE OTROS TIEMPOS
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises. Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Sí, ya sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces. ¡Nos están jodiendo!¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros? Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de........... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo" pasarse al "compre y tire que ya se viene el modelo nuevo". Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir.Le dábamos crédito a todo.Sí. ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron?En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos. ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo Guardábamos! Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín. Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "éste es un 4 de bastos". Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo. Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney. Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: "Tómese el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡No lo voy a hacer!Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la bruja me gane de mano...y sea yo el entregado.